8 sept 2012

Enjuagues

21 de Agosto del 2012, Costa Rica: Era una de esas típicas tardes absurdamente vacías e insípidas de invierno, la contemplación de las grises paredes no era mucha motivación que digamos, el normalmente incansable tiempo parecía compartir y alimentar el desanimo y el hastío que me carcomían por dentro, el teléfono celular yacía cómodo e indiferente en los cavernosos contornos de mi bolsillo, inmutable y en una serenidad que no hacía otra cosa más que desesperarme. Por lo general cuando se carece de la habilidad social necesaria la soledad se vuelve un refugio hermético de "auto comprensión" viciada y malsana, sin embargo en este momento quisiera ignorarme a mí mismo por una jodida vez y abrir mis oídos a la sinfonía que resuena a mi alrededor. Los minutos trascurrían con grotesca lentitud, el aire que por la humedad de la época se siente bastante pesado se impregna con el asfixiante edor de la apatía, la brisa susurra en mis oídos y acaricia mi rostro como si estuviera seduciendome para hacerme acudir a los abstractos aposentos de la intempiere, mi vista se desvía hacia la ventana como si alguien sutilmente me hubiera hecho voltear. No pasa mucho tiempo sin que me invada un impulso ingobernable de atravesar la puerta y desaparecer, diluir mis disonantes silencios entre la gloriosa sinfonía de vida que retumbaba poderosa y esplendida en rededor de mí, unas llamadas y emprendo el temerario pero menesteroso viaje que eventualmente me facilitará reencontrarme conmigo mismo. El breve trayecto en autobus para reunirme con mis camaradas es un parpadeo comparado con la castrante y perniciosa estancia en las tétricas y desventuradamente grises paredes de mi habitacional prisión, falta poco para llegar a mi destino, abandono el armatoste que facilitó mi llegada y me dirijo al lugar señalado. El camarada me da una calurosa bienvenida, su paso indifernete y relajado son su firma, luego de ocuparse de unos cotidianos pero triviales asuntos nos dirigimos a la semi urbana galería de distracciones y apetitos que se nos exhibe con pícara y mercantil malicia, favorecidos con la fortuita aparición de un tercer integrante los camaradas hacemos una adquisición que cambiará para siempre el curso de la noche. A diferencia de mi camarada mi devoción por el alcohol no es muy profunda, así como tampoco es mi primera opción invertir tiempo en conocer personas pero, esta vez las cosas deben ser diferentes, así como los perros eventualmente se cansan de perseguirse el rabo, mi espíritu se cansó de revolcarse en la pocilga que mi enfermiza y resignada negligencia alguna vez le proveyó. Un diezmado ejercito mental de motivación desfila dentro de mí repitiendo con remendado vigor un pensamiento, una orden que durante algún tiempo ignoré "Para obtener resultados distintos, haz cosas distintas" recita el lánguido y enclenque impulso, no hace falta que me digan que dicho pensamiento fue acuñado en el inconsciente colectivo mucho antes de que yo naciera sin embargo en este momento es lo único que ocupa mis turbios y deformes pensamientos, mientras los compañeros y camaradas marcan el camino a seguir para encontrar un espacio tranquilo donde recrearnos yo me encuentro enajenado, absorto, demente y sereno a la misma vez, a mi izquierda se mece a manera de péndulo una bolsa cuyo contenido olvidé pese a haber participado en su adquisición. La calma nocturna y la amena compañía lentamente logran hacer su efecto en mi ánimo, aunque las palabras permanecen como prisioneras del silencio impertubable que todavía se aferra a mí. La risa es un visitante grato cuando uno se encuentra reunido con otros seres humanos que al igual que uno pretenden diluir su propia realidad aunque sea por un breve instante, la ponsoñosa amargura que alguna vez estableció nido en nuestro corazón se ve obligada a mudarse al claustrofóbico espacio que le ofrece el paladar, con cada sorbo las cosas adquieren una nueva perspectiva. Eventualmente mi adormecido celular que yacía fetalmente sereno dentro de mi bolsillo despierta perturbado por el desesperado llamado del carcelero de mi monótona celda, en ese momento sin detenerme a pensar ignoré las persistentes llamadas. El milenario y tranquilizador elixir comienza a escasear y la música pierde su poder distractorio. Extasiado y difuminado como estoy me sorprendo a mí mismo caminando mecánicamente siguiendo el rumbo trazado por la escolta que me antecede, las horas vuelan transportadas por los vapores exóticos y silvestres de las hierbas místicas al mismo tiempo que son diluidas por el salvaje elixir que tan desesperadamente sguimos bebiendo como si nuestras vidas dependieran de ello. Abandonados por la cordura y el vigor necesario para permanecer de pie, cada uno se enrosca a descansar sin si quiera sentir cansancio o fatiga. Los síntomas no se demorran en llegar, el martilleo constante dentro de las paredes de mi cráneo y la temporal parálisis de cuerpo atan mi ser físico mientras que mi esencia baila libre y despreocupadamente dentro de mí. A la mañana siguiente, parcialmente recuperados del placentero abuso al que sometimos nuestros hígados, acudimos torpemente a llamado de la cotidianidad, la ciudad todavía conserva las cicatrices del libertino carnaval de apetitos y diversiones que escasas horas antes del amanecer decoraba con bizarro esplendor y morbo las calles y avenidas que ahora se encuentran desiertas e hipócritamente reposadas.