29 ene 2014

Puntualidad, un comportamiento demasiado estandarizado para mi gusto. Se supone que en breve tome un tren que me lleve a un destino que no es de mi entera preferencia, no porque me aterre o me desagrade lo que encuentre al llegar, muy por el contrario. El tiempo ha hecho su trabajo y las cosas se han deteriorado lo suficiente como para que yo me cuestione si valdrá la pena subir a ese tren. Quizás solo ando buscando un pretexto para que todo se convierta en una patética partida de jenga, y pensar que siempre odié ese juego... Erráticas intenciones desvían mi artificial prioridad. Una corta visita a la cafetería de algún sofisticado vecindario, vagar sin rumbo definido en los laberintezcos pasillos de alguna librería y desperdiciar algo de dinero en volumenes que probablemente nunca me dignaré leer. Atrasé mi reloj en el momento preciso. Dejé escapar los trenes uno tras otro. No me esperes. Deja que te sorprenda almenos una vez.
Luego de una larga e insípida temporada de estéril correspondencia es hora de una reunión. No quise llevar inventario de cuantos calendarios habremos perdido mientras cumplíamos nuestra distante condena. Cada segundo que pasara sin poder renovar la imágen que se guardó en mi mente, cada instante que su voz no resonara en mis oídos alimentaba un desgarrador silencio que pensé jamás acabaría... Dicen que estas cosas toman tiempo. En efecto, necesité mil relojes y una tonelada de calendarios. No dejaría que nuestro esfuerzo se desperdeciara con tanta facilidad. Estoy fervientemente convencido que donde sea que esté, cada paso descuenta la distancia que nos obliga a encontrarnos antes de que los brazos del reloj se queden entumecidos para siempre...